la catalina y el agua
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No había manera de saber
cómo ni cuándo, pero tan cierto como que cada día había de amanecer era que un reguero de agua aparecía por
debajo del portón de la Catalina y no paraba hasta el río. Pero no corría
derecho como con prisas sino que el escueto curso igual se detenía junto a un
obstáculo de piedrecitas hasta que las rodeaba dejándolas atrás, como caía en
la trampa de un hoyo donde esperaba refuerzos para continuar su inevitable
viaje con fuerza acumulada. En el descenso, la culebrilla acuosa podía tornarse
iracunda y arramblar con los insectos disecados, reducidos a sólo cáscara ya,
que encontraba a su paso, o empujar frívolamente un caramelo chupado y abandonado.
Sólo había un requisito
inquebrantable en el proceder del agua y era llegar al río. En eso la Catalina
era muy seria. Una vez abierto el grifo, el agua debía manar, correr y
arrastrar, limpiando de esta manera no sabíamos qué. Como tampoco sabíamos desde
cuándo duraba esa conducta. Se había hecho cosa natural que la Catalina viviera
encerrada en su casa que en tiempos había sido de las mejores del pueblo aunque
ya no querrían entrar en ella ni las bestias del campo, mirando por la ventana
la subida del barranco como el que espera algo que no termina de pasar, y sólo
abandonaba su puesto cuando los mecanismos de su mente se le enredaban en
ponerse un velo negro de encaje y salir presurosa al camino de la iglesia
aunque no fuera domingo ni sábado ni fiesta de guardar alguna y al encontrar el
portón cerrado volviese desconcertada a casa; o cuando, como ya he dicho, daba
en soltar el agua y dejar que todos compartiéramos con ella su desazón aunque
la Catalina nunca dijo a ninguno lo que esperaba ni lo que pasaba por su vieja
cabecita de loca perdida.
Sólo sabíamos que ese
qué nos desazonaba como la liberaba a ella y eso nos constaba porque
desaparecía de su puesto en la ventana un tiempo hasta que la pena se le volvía
a agarrar al alma y tenía que abrir los grifos y liberarse.