viernes, 24 de junio de 2011

cosas que pasan (final)

Aquel día decidí su futuro, así de frívolamente lo hice. Quise que me contara sobre las mujeres interesadas en él, que yo sabía que no eran pocas porque se trataba de un hombre agradable y rico. Le pregunté detalles de ellas, edad, trabajo, condiciones de vida, aspecto físico... y escogí una. Le di las instrucciones necesarias para salir con la elegida, modos de cortejarla, de enamorarla, tiempos de cada etapa de su noviazgo, reacciones que debía tener según el caso que se les diera, salidas airosas cuando algo se torciera...

Él me escuchaba sin quitar los ojos de mi cara y sólo me interrumpió en alguna ocasión para explicarme una circunstancia que yo no había entendido o para decirme, desalentado, que él no podía querer a otra aunque se lo mandara. Le aseguré que sí podría, le mandé hacerlo. Él temía decepcionarme y se comprometió a esforzarse. Finalmente le pedí que me prometiera seguir siendo mi amigo.

Al día siguiente salí de viaje y estuve fuera de España algo más de un mes. A mi vuelta nos vimos. Me preguntó noblemente por mi estancia en el extranjero y yo le respondí con anécdotas sobre ella. Entonces me acordé de nuestra última conversación. No es que la hubiera olvidado por completo pero dudaba mucho de que él se hubiera animado a llevar a cabo mis planes. Sin embargo, lo había hecho. Según mis instrucciones, había llamado a aquella chica, habían salido varias veces, la había enamorado, se habían entendido sexualmente y había cumplido fielmente todas las cláusulas del plan.

Me quedé estupefacta. Él me contaba aquello como un niño enseña las buenas notas a
su madre, orgulloso, deseoso de que yo lo felicitara y aprobara su obediencia y fidelidad a mí.

Pero algo me pasó, el horror de mi manipulación se me apareció con su fea cara, sentí un vértigo inédito para mí, peor aún, me di cuenta de que no podía deshacer el camino recorrido.

Temblando le pregunté si era feliz, si estaba contento. Dijo que sí, quería convencerme de que había hecho todo lo mandado con convicción, con entusiasmo. Me lo ofrecía a mí. Yo no podía sostenerme, lo único que me mantenía aún en pié era el pensamiento recurrente de que todo aquello había resultado bueno para él. De que mi comportamiento abominable en realidad podía hacer posible algo beneficioso. No quería ni pensar en aquella chica cuya vida yo había delineado sobre el mantel de un restaurante un domingo sin nada que hacer. Me avergonzaba tanto de mí misma que no supe mantener el tipo cuando me preguntó, a su vez, por mi propio novio.

Respondí sinceramente que no existía. Al principio él no entendió bien. ¿nos habíamos peleado? ¿estaba fuera? No, le contesté, nunca existió. Lo inventé para que tú dejaras de pensar en mí.

Me miró desconcertado, sonrió con una mueca y se marchó sin despedirse. Fue la última vez que hablé con él.

A partir de entonces nos hemos cruzado en varias ocasiones y siempre me ha esquivado. Yo he intentado pararlo, explicarle, disculparme, lo que sea, pero no ha querido escucharme nunca. Si me ve llegar por algún sitio, cambia su ruta y desaparece. Si las circunstancias lo obligan a permanecer en el mismo lugar que yo, me da la espalda y me ignora.

Se casó con aquella chica y están esperando un niño. Sé que ella no sabe nada ni lo sabrá jamás porque esa fue una de las instrucciones que recibió de mí aquella tarde de verano, incluída la recomendación de que jamás le hablara de mi existencia, y las siguió al pié de la letra. Sé que me odia y yo sé que me lo merezco. Por otro lado, admiro su dignidad. Creo que creció con su dolor pero a él eso ya no le importa. A mí, sí.

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