Pasan esas cosas, pasan. Por lo menos a mí. Conocía a ese hombre desde hacía varios años y siempre, desde el principio, él confesó su atracción por mí y su adhesión a mi persona. No hace falta que explique que yo no veía plenamente justificado su entusiasmo pero... bueno, a nadie le amarga un dulce.
La costumbre manda. Es así. La costumbre nos anima con cosas que nunca se nos hubiera ocurrido acometer, pero... la costumbre. Y yo me había ido acostumbrando a su compañía, a su ayuda, a sus invitaciones, a que se satisfaciera cualquier ocurrencia que me pasaba por la cabeza. Él insistía en que le pidiera lo que se me antojara, todo capricho que me apeteciera. Y yo empecé a hacerlo.
Un día, su presencia, ya frecuente, y su adoración empezaron a pesarme. No sé si fue por ello por lo que comencé a plantearme mi comportamiento, pero el caso es que intenté deshacer el camino recorrido. Naturalmente mi intento fue un fracaso. Es más fácil no dar un paso que desandar un camino. Él lo sabía, en realidad esa había sido su estrategia. Sólo una psicópata es capaz de herir a alguien que sólo nos ha favorecido, sin mediar provocación alguna. Y yo no era una psicópata. Había sido comodona e irreflexiva pero lo cierto es que había empezado a tenerle cariño y a sentir verdadera amistad por él. Por eso intenté cortar, para darle una oportunidad de ser feliz. O eso me conté a mí misma.
Se lo planteé una tarde, después de comer en un restaurante de un pueblo a casi cien km de madrid, un lugar de cocina sofisticada, de vinos muy ricos y de facturas astronómicas. Salió sin darme cuenta. Mientras él me miraba embelesado yo empecé a sentirme mal. No quería que me mirara así, quería que sintiera por mí sólo amistad, desigual quizá, pero sin expectativas. No creí que fuera a hacerle tanto daño, estaba tan acostumbrada a impedirle salirse del guión que yo había escrito para nuestra relación que su tristeza me cogió por sorpresa.
Se me ocurrió decirle que había conocido a un hombre que me gustaba mucho y que había empezado a salir con él. Quizá porque era mentira no tuve la consideración de pensar en su dolor. Me preguntó si era verdad y yo insistí en que sí pero empezando a darme cuenta de que quizá no había sido una buena idea. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas silenciosas que no conseguía ocultar. Por primera vez sospeché la intensidad de su amor por mí. Sentí un mordisco de remordimiento pero lo acallé con mi parloteo y con la justificación de que lo hacía por él.
Le expliqué que era lo mejor que le podía pasar porque de esta manera sería capaz de olvidarme, y que él tenía que olvidarme porque tenía una vida por vivir, en plenitud, sin reservas, con amor correspondido. Le reiteré que yo nunca podría hacerlo. No dijo una palabra. calló para recibir mis órdenes y obedecerme, como había estado haciendo durante años. Ahora sé que me escuchó y grabó en su cabeza cada palabra que dije, todas y cada una de mis indicaciones.
Todas menos una.
Todas menos una.
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