El dominio de los hombres
Es de siempre sabido que las religiones han tenido como
máxima vocación pertenecer al bando de los poderosos.
Su estrategia fue audaz pero les funcionó, prometían la vida
eterna y a pesar de que lo único que quedaba demostrada era la muerte eterna, les
funcionó. Su dominio de los hombres se hizo realidad.
Quedan entendidas las religiones como una manera más de
ganarse la vida, y a causa de su éxito, de hecho, una muy buena y lucrativa
manera de ganársela.
Lo que para mí no queda explicado es por qué esas
religiones/empresas escogieron como enemigas a abatir a las mujeres.
Lo hicieron, y de modo tan encarnizado, que sólo se explica
por la inconmensurable peligrosidad que nos atribuían.
Pensando en lo que ofrecen las religiones empecé a darme
cuenta de que las mujeres éramos, simplemente, sus rivales.
O, para decirlo con más propiedad, las religiones, o para
decirlo también con más propiedad, unos hombres que se autodenominaron ministros
de esas religiones, decidieron que las cualidades, atributos o características,
propias y adquiridas de que hacemos gala las mujeres, y que todas nosotras poseemos,
no eran patrimonio de ellas sino de
ellos.
Que las titulares del
-amor maternal
-consuelo
-compasión
-perdón
-cariño
-seguridad
-generosidad
no éramos las mujeres sino los curas, se llamasen como se
llamasen en cada modalidad, en cada franquicia de esa impostura llamada
religión.
Esas religiones que proclaman que las mujeres somos malignas
por esencia, que arrastramos a los hombres al pecado y a la perdición.
Sobre todo, nuestra malignidad se materializaba en el sexo. Según
ellos, a través de la sexualidad las mujeres nos apoderábamos del espíritu de
los varones.
Los hombres religiosos subvirtieron la realidad
desacreditando y descalificando a las mujeres.
Provocaron que los hijos odiasen a sus madres, se alejasen
de sus hermanas y amigas, recelasen de sus hijas y despreciasen a todas aquellas
con las que mantenían relaciones sexuales.
Esos hombres religiosos querían suplantar a las mujeres. Por
eso su afirmación de que:
-la iglesia es la madre de los hombres, nuestra MADRE
iglesia
-la iglesia te concede el perdón
-los curas se compadecen de ti
-la iglesia te ordena generosidad
-te ofrece seguridad
Todo ello bastante alejado de la naturaleza masculina. Y todo
ello en nombre de un dios.
No eran necesarios los dioses que ofreciesen lo que ya las mujeres
dábamos por naturaleza., de ahí su odio por nuestro sexo. Su envidia.
Y finalmente, lo único que los hombres religiosos no podían materializar
pero sí las mujeres, el sexo, lo hicieron odioso, lo convirtieron en una culpa
permanente, en materia con la que castigar a las mujeres todos los días de su
vida.
Así, pues, las iglesias saben muy bien qué y quiénes somos
las mujeres, imitan como doctrina aquello que nosotras tenemos de manera
natural.
Nos odian porque nosotras poseemos a los hombres, porque por
esencia de nuestra biología son nuestros hijos, nuestros esposos, nuestros
aliados y nuestros amigos.
La religión cristiana no es inédita en esto. A lo largo de
la historia antigua en todas las civilizaciones ocurrieron episodios de
enfrentamientos entre los religiosos y las mujeres.
En Egipto, Mesopotamia… el intento del dominio de los
varones por parte de una élite de hombres ambiciosos, instigados o directamente
comandados por sacerdotes, dieron lugar a terribles enfrentamientos. Había que
separar a los hombres de la influencia benéfica de las mujeres para llegar a
dominarlos ideológicamente, convertirlos en seres desconfiados, en insensibles
al dolor de los
demás.
En todas las sociedades de la edad antigua, la guerra contra
las mujeres se convirtió en el paso imprescindible para la incorporación de las
jerarquías, de las desigualdades y de la crueldad en las relaciones entre los
seres humanos.
Una guerra contra las mujeres que nunca ha terminado, y que
si un día llega a acabar con la derrota definitiva del sexo femenino significará
la derrota y el fin de la especie.