El calor pesado de las tardes de julio en aquel pueblo
calcinado, roto, abrasado por un sol implacable; los ronquidos acompasados y
tranquilizadores de la abuela bajo el toldo de la higuera, tu cara pálida, el
cielo púrpura, la chicharra incansable y esa hermosa canción que casi siempre
te hace llorar, llorar de amor, reír, saltar, insultar, ¡competir!
El peso ligerísimo de tu hija recién nacida, ensayando su
primera respiración de ser vivo y autónomo, mientras las manos, esas manos,
esas heladas manos cubriendo las tuyas con besos escondidos, besos amorosos,
traidores quizás, pero siempre a ti dirigidos.
Y el heno verde, el heno seco,
el heno picajoso, el heno puntiagudo que protegía con su enorme volumen el
inmenso pecado de esa hoz escondida, atroz, mutilante, lunática y mortal.
Y recuerdas la lluvia dulce empapando la tierra sedienta y
resquebrajada que aún oculta tantos tesoros en su interior, a pocos centímetros
de profundidad, a mano, tanto, tan a mano, tan tesoro, que casi preferías que
permaneciera enterrado en el submundo donde casi todo huele como las lombrices,
como las personas, como humus hecho de muertos incontables.
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