La inferioridad esencial de las mujeres frente a los varones,
mantenida durante los tres o cuatro últimos milenios, nunca ha terminado de
convencernos a nosotras.
Tiene lógica. Todas recordamos con disgusto el momento en que
en casa se nos ha pospuesto frente a nuestros hermanos varones, el momento en
que se nos ha negado el aprendizaje, la aventura y la ocasión. Cuanto más
inteligente la joven, más frustrada quedaba.
Todas aprendíamos en las escuelas y en las iglesias, es
decir, en los lugares donde reside la autoridad, que el dolor en el mundo, la
necesidad de trabajar y la ineludible muerte eran culpa nuestra. Sí, nuestra,
descendientes y herederas todas de esa atrevida, curiosa y lenguaraz Eva. Esa mujer.
Todo castigo que se nos impusiera, toda precaución contra
nosotras era escasa porque nuestro delito era enorme y nuestra condición
contumaz.
Pero el tiempo pasa, y lentamente, pacientemente a veces,
dolorosamente a menudo, las mujeres hemos ido conquistando algunos derechos civiles
que nos permitían, por ejemplo, aprender. Sin desatender nuestras obligadas, caprichosas
con frecuencia y a menudo absurdas, obligaciones, por supuesto, pero,
tímidamente, aprendíamos.
Más adelante, digamos durante los últimos 200 años, osamos
reclamar los mismos derechos que tenían los varones. En un mundo masculinizado
hasta la parodia, conformado a la imagen de los más agresivos y polarizados de
los hombres, que incluso exigía el sacrificio de aquellos menos dotados para la
violencia y la insensibilidad, nosotras reclamamos nuestro derecho a
intentarlo.
Handicapadas, despreciadas, ninguneadas, ocultadas,
desmemoriadas pero lo queríamos intentar. Y resultó que resultó.
Aún en las condiciones menos apropiadas para nosotras,
conseguimos incorporarnos a los espacios públicos, igualar los méritos de los
hombres y con frecuencia superarlos manifiestamente.
En este momento, nadie que se respete a sí mismo discutiría
el derecho de las mujeres a incorporarse a cualquier actividad a la que estén
incorporados los hombres. Por eso, sabemos que ha llegado el momento de que
nosotras inventemos otra vez el mundo. Y nunca ha sido más necesario que esto
se produzca que ahora que las jerarquías masculinas han llevado al planeta a la
destrucción total.
Las mujeres no podemos aceptar la mitad de un mundo
masculinizado abocado al colapso. Nosotras tenemos la capacidad de rescatar a
la especie del dominio del poder destructivo. La inmoral desigualdad de clase en
que vive nuestra especie es la consecuencia final de la desigualdad a que aquellos
hombres sometieron al sexo femenino.
Conseguida la más inimaginable agresión,
la de los hijos hacia sus madres (todos son nuestros hijos), todas las demás
crueldades quedaban permitidas.
Hacer esto posible fue también terrible e incapacitante para
los propios varones. Fue necesaria la amputación del niño del ámbito femenino y
su inclusión prematura y forzada en el ambiente masculino, para conseguir de él la
insensibilidad precisa. Se arrancó al joven del ámbito del amor y de la
amabilidad y se lo zambulló en un mundo de luchas, de brutalidad y de supuesta
camaradería entre machos, sólo para que los poderosos manejaran
terroríficamente el mundo.
Al chico se le arrebata el cariño de su madre pero se le
ofrece como lenitivo a su sacrificio el botín de las mujeres.
Toma a la que quieras,
destrúyela si te place, oféndela, humíllala, dispón de ella.
Al joven no se le permite el amor a las mujeres, sólo su
dominio y la desconfianza hacia lo que ella supone, pero tampoco lo ha olvidado
todo.
El joven recuerda a su madre, sigue conservando en su
interior el hábitat acogedor y seguro de su primera infancia, y ese sentimiento
lo persigue siempre, volviendo conflictual toda relación amorosa en la que
quiere querer y no querer, ordenar y dejarse llevar, cuidar y ser cuidado,
admirar y ser temido.
De ahí esos varones que incluso habiéndose encanallado hasta
lo inconcebible, llaman a sus madres en sus momentos de falta de control o de desesperación, se
tatúan letreros de “amor de madre”, o consideran basura a todas las mujeres
excepto a su progenitora.
Las mujeres actuales queremos recuperar esa alianza con
nuestros hijos. El feminismo, que no persigue la imposición de lo femenino
sobre lo masculino porque ningún sexo es considerado mejor que el otro, exige que cese la
discriminación por antonomasia, que es la de las mujeres, que cese la
alienación mutilante de los jóvenes, y la dolorosa y desastrosa soledad del
varón adulto.
Lo que nos pasa a las tías es esto.