los de la cáscara amarga lo somos y a mucha honra.
somos los que nos tenemos de pié, los que nos vamos solos, las que alzamos la cabeza aunque sea para que nos la partan, las que pudiendo someternos como criaturas de mantillas, nos pingamos porque se es o no se es, y no hay más.
lo del amargor viene a cuento de que los hay que eligen edulcorantes para pasar el trago de la vida. ya sean edulcorantes de los que se compran en las tiendas, en los despachos de los jefes o en las sacristías, pero algo dulce que disimule el tufo a achicoria que suelta el mundo con cada ventosidad.
las de la cáscara amarga nos alimentamos de disgustos por vocación, por no negar la realidad, por no hacer el juego a los tranquilizaconciencias.
y lo bueno es que cada época ha tenido sus cáscaras amargas, que es tanto como decir que de toda la vida ha habido gente que le seguía la corriente a los poderosos y luego estaban los otros, los de la amargura.
la primera noticia que tengo de amargor famoso es el poema de quevedo: pues amarga es la verdad quiero echarla de la boca.
pues amarga es la verdad... ¡cómo no!
porque la cosa va de elegir, o se lobotomiza una, en sentido figurado, claro, para no sentir ni padecer, sólo reir bobaliconamente cuando gana alguien con quien tú has decidido identificarte, o se mantiene el cráneo íntegro, la calota dura y la amargura entre los dientes.
lo demás, nada.